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Nuevas Perspectivas

RRHH

¿Nos gusta cada vez menos trabajar?

Fecha: Martes 12 de Agosto de 2025

Puede que el mayor desencanto de nuestra era no tenga que ver con la política, ni con la religión, ni siquiera con el amor. Puede que el mayor desencanto de nuestro tiempo sea con algo mucho más cotidiano, más presente, más inevitable: el trabajo.

Esa palabra que durante siglos fue sinónimo de deber, de virtud, de estatus o incluso de redención. Esa actividad que marcaba el ritmo de los días, el orgullo de una generación y el motor de progreso de una sociedad. Hoy, para millones de personas, el trabajo ya no es ni una cosa ni la otra. Para algunos es una condena silenciosa; para otros, una coreografía de reuniones sin alma y tareas sin sentido. Para muchos, simplemente, un mal necesario.

No se trata de vagancia. Ni de falta de ambición. No es que las nuevas generaciones no quieran trabajar; es que ya no quieren hacerlo a cualquier precio. Y muchos de los que llevan veinte años en esto, tampoco. Lo que ha cambiado no es la disciplina, sino el relato. Lo que ha envejecido no es el esfuerzo, sino el propósito. Y lo que ya no encaja no es el horario, sino la promesa que el trabajo solía contener.

Porque no nos enseñaron a trabajar. Nos enseñaron a obedecer. A cumplir. A encajar. Pero ¿a qué coste?

¿No será que lo que ha cambiado no es la ética del trabajo… sino nuestra ética del sentido?

En este número de In 7 Minutes vamos a hablar de por qué, quizás, nos gusta cada vez menos trabajar.

El trabajo como identidad, pertenencia y motor de progreso
Durante buena parte del siglo XX, el trabajo fue mucho más que una actividad. Fue una identidad. Un apellido social. Un salvavidas para la autoestima. En un mundo en reconstrucción, donde el bienestar individual iba de la mano del crecimiento económico, trabajar duro era una promesa de movilidad y reconocimiento.

El empleo no era solo una fuente de ingresos, era una forma de pertenecer. Lo que hacías definía quién eras. Y esa definición tenía un valor casi moral. “Mi padre trabajó 40 años en la misma empresa”, decía alguien, y no hacía falta añadir nada más: eso hablaba de su compromiso, su lealtad, su dignidad.

El contrato psicológico entre empresa y trabajador era simple y tácito: tú me das tu tiempo y tu energía, y yo te doy estabilidad y futuro. A veces funcionaba. Otras no. Pero el relato seguía vivo.

Incluso en las sociedades más críticas con el sistema productivo, como las escandinavas, el trabajo era visto como una herramienta de emancipación, una vía para contribuir a lo colectivo. El modelo de bienestar se sostenía sobre la idea de que, si todos aportábamos, todos ganaríamos.

Y no olvidemos la narrativa meritocrática. Años de estudio, esfuerzo, madrugones, evaluaciones de desempeño, promociones… Todo respondía a una lógica interna: si te esfuerzas, llegarás. Si rindes, serás reconocido. Si haces lo que toca, algo mejor vendrá. Esa fe en el progreso personal a través del trabajo era uno de los pilares emocionales del sistema.

Desde la psicología, se reforzaron conceptos como la motivación intrínseca, la autorrealización en el trabajo o el “flow” de Csikszentmihalyi. Se nos decía que trabajar podía ser fuente de gozo, de crecimiento, de sentido. Y muchos lo creyeron. Algunos aún lo creen.

La organización, por su parte, apostó por reforzar el vínculo emocional: programas de bienestar, equipos de alto rendimiento, discursos sobre propósito compartido. Se construyó un relato donde trabajar era algo noble, necesario y transformador. Una manera de dejar huella.

¿Y si simplemente estamos olvidando todo esto? ¿Y si estamos confundiendo agotamiento con rechazo? ¿Y si lo que está pasando no es que no queramos trabajar, sino que ya no recordamos por qué lo hacemos?

El desencanto del “trabajo sin alma, ni sentido”
Pero quizás lo que ocurre no es una pérdida de memoria, sino una acumulación de decepciones.

Porque lo que las generaciones más jóvenes están cuestionando no es el trabajo en sí, sino la hipocresía estructural que lo envuelve. La disonancia entre lo que se dice y lo que realmente se vive.

Durante años, se les prometió que trabajar era una forma de construir una vida con sentido. Pero la mayoría han conocido sueldos precarios, contratos temporales y jefes que confunden presión con liderazgo. Se les pidió implicación, pero se les trató como reemplazables. Se les vendió cultura, pero se les dio burocracia. Se les prometió propósito, pero se les exigió obediencia. Y es ahí donde nace el cansancio: en la contradicción sostenida, no en la falta de voluntad.

¿Qué sentido tiene hablar de engagement cuando te cambian el equipo cada tres meses? ¿Qué motivación puede tener alguien que ve cómo sus ideas no se escuchan, sus logros no se reconocen y sus errores se castigan? ¿Qué orgullo cabe en un entorno que premia el teatro de la productividad más que el valor real?

La revolución silenciosa no está en dejar de trabajar. Está en dejar de creer. En dejar de fingir. En dejar de conformarse.

Por eso tantos profesionales hacen hoy lo justo. Porque ya no quieren hipotecar su energía en un sistema que parece no devolver nada a cambio. Por eso tantos renuncian a ascensos, a permanencias o incluso a seguir en la misma empresa. Porque no es que se cansen del esfuerzo, sino de su falta de sentido.

Incluso las narrativas más optimistas comienzan a sonar huecas. ¿Innovación? Si cada idea tiene que pasar por tres comités. ¿Colaboración? Si cada departamento defiende su parcela como un feudo. ¿Cultura? Si lo único que cambia es el cartel del programa de valores colgado en recepción.

Y luego está el absurdo de la hiperconexión: trabajar más horas, en más canales, con menos foco y menos reconocimiento. La inflación de tareas sin propósito. La carrera infinita hacia un KPI que cambia cada trimestre. La ansiedad de parecer ocupado más que de estar comprometido.

No es que no queramos trabajar. Es que nos cuesta encontrar algo digno de nuestra energía.

¿Y si el problema no es el trabajo, sino desde dónde lo miramos?
Quizás no se trata de elegir entre la nostalgia del pasado y el cinismo del presente. Ni de convertir el trabajo en una utopía inalcanzable o en un enemigo a combatir. Tal vez lo que necesitamos es reformular el centro de gravedad de nuestra relación con el trabajo.

No todo empleo debe ser una vocación. Ni todo esfuerzo, una renuncia. Pero algo sí debería permanecer: una mínima coherencia entre lo que hacemos y lo que valoramos.

No se trata de encontrar el trabajo perfecto. Se trata de que nuestro tiempo no se desperdicie en tareas sin alma, ni en entornos que invisibilizan lo humano.

Tampoco se trata de romantizar el esfuerzo. Se trata de no anestesiar el deseo.

Quizás, el gran desafío no es trabajar menos ni trabajar mejor. Sino trabajar desde un lugar más consciente de lo que estamos dispuestos, y no dispuestos, a entregar. Desde un lugar que combine dignidad y sentido. No hay una fórmula mágica, pero sí hay preguntas urgentes que podemos empezar a hacernos.

Reflexiones
¿Qué parte de ti estás dejando en tu trabajo cada día?

¿Tu labor te devuelve algo más que un ingreso?

¿Te estás adaptando o estás cediendo?

¿Trabajas por miedo, por costumbre… o por deseo?

¿Y si la respuesta más honesta no estuviera en un cambio de empresa, sino en un cambio de mirada?

Porque no se trata de renunciar al trabajo. Se trata de recuperar el derecho a que el trabajo no nos arrebate la vida.

Si te resuena este dilema, si estás buscando nuevas formas de liderar, de acompañar o simplemente de reconstruir tu relación con el trabajo desde un lugar más humano, te invito a conocer el programa Human Leadership de Humanizers Academy o a escribirme directamente a través de la página de contacto de mi portal www.jordialemany.com

Fuente: Linkedin